PARÍS. Cuando concluya la crisis del Brexit, cualquiera sea el resultado, el Partido Conservador británico terminará desprestigiado, devastado por las divisiones, corroído por las ambiciones y transformado en un grupo nacionalista cada vez más tentado por el populismo.
En casi dos siglos de existencia, el partido fundado en 1834 sir Robert Peel nunca había sufrido una fractura ideológica importante y, mucho menos, un éxodo masivo de diputados y ministros. Desde mediados de febrero, tres diputados abandonaron el partido y cinco ministros renunciaron a sus puestos en el gabinete.
Luego de tres años de negociaciones con la Unión Europea (UE) para discutir las condiciones de salida, las divisiones de los tories bloquearon todo acuerdo que permita cumplir con el mandato popular de abandonar la UE conforme a los resultados del referéndum sobre el Brexit del 23 de junio de 2016.
La situación se agravó en los últimos días, cuando la primera ministra Theresa May intentó llegar a un compromiso con el líder de la oposición, Jeremy Corbyn, en un esfuerzo desesperado por evitar una salida desordenada (“no deal”) de la UE.
Esa apertura tuvo el valor de una herejía, precipitó la renuncia de dos ministros y profundizó las divisiones dentro del partido.
Además de los ministros que renunciaron, otros se preparan a abandonar el barco antes que termine de naufragar.
Con el sarcasmo brutal que lo caracteriza, Jacob Rees-Mogg -que dirige el ala más dura de los brexiters- acusó a May de “preferir trabajar con un marxista que con sus correligionarios” tories. Otro de los partidarios más enardecidos del Brexit, Steve Baker, explicó que su cólera era tan grande que se sentía capaz de “demoler este lugar (el Parlamento) y arrastrar los escombros para arrojarlos al río".
Inmediatamente después del Brexit, fue casi un milagro que los conservadores lograran evitar el cisma entre el ala europeísta y los nacionalistas más cerriles, como Dominic Raab, Jacob Rees-Mogg o Boris Johnson. A medida que se agudizó la crisis, resultó evidente que ninguno de los sectores contaba con una personalidad respetada, capaz de aglomerar a todo el partido para reemplazar a May.
Su caída, sin embargo, no habría resuelto el dilema porque la elección de una figura como Boris Johnson para sucederla hubiera acelerado la ruptura.
Dominic Raab y Jacob Rees-Mogg tampoco suscitan el respeto como para evitar un cisma. Ambos dirigentes, como Johnson, son famosos por su ambición sin límites, sus dientes filosos y un comportamiento aristocrático que exaspera a muchos de sus “honorables correligionarios”.
Los europeístas del partido tampoco tienen líderes con el prestigio ni la fuerza necesarias para unificar a los tories. Aunque fueron los conservadores quienes promovieron el ingreso de Gran Bretaña a la UE en 1975, el escaso fervor europeísta del partido se fue diluyendo con el tiempo.
Gran parte de la opinión pública no tiene ningún respeto por el ala euroescéptica, a la cual le reprocha privilegiar sus ambiciones sin tener en cuenta los intereses supremos del país en uno de los momentos cruciales de su historia.
Pese a todo, los brexiters más duros no creen haber perdido la batalla y –más aun– esperan que, una vez consumada la separación con la UE, podrán presentarse ante la opinión como los héroes de la batalla.
Eso les permitirá consagrar todas sus energías a despedazarse a dentelladas por la sucesión de Theresa May.
La mayoría de los analistas coincide en pronosticar que el partido que alguna vez fue uno de los pilares del imperio y del establishment británico se está transformando rápidamente en un movimiento nacionalista populista.
En teoría, si la actual deriva ideológica sigue su curso, los tories terminarán por instalarse en el lugar que ocupaba hasta ahora el UKIP en el tablero político de Gran Bretaña.