Los saharaui son un pueblo que sufre, refugiado en medio del inconmensurable desierto del Sahara, entre Argelia, Marruecos y Mauritania. Descendientes de beduinos, fueron nómadas que perseguían las nubes junto a sus rebaños de cabras. En 1884 el Congreso de Berlín se repartió el Sahara y le asignó la porción donde vivían en libertad, a España, país que explotó durante décadas la riqueza del que es el segundo territorio con más fosfato en el mundo, abundante en gas, petróleo, oro y uranio. Además de ser la zona más rica del mundo en pescado, a la que los portugueses llamaron el Río de Oro.
Después de décadas de ocupación y explotación, la ONU promovió la restitución de los territorios colonizados por las naciones europeas.
Cuando España se retiró del Sahara, el dictador Franco signó un acuerdo tripartito que cedió el río de Oro a Mauritania y el Sáhara Occidental a Marruecos, cuyo rey emprendió la llamada “marcha verde”, una ocupación militar disfrazada de integración voluntaria, que derivó en un terrible genocidio en el que perdieron la vida miles de saharauis. Quienes lograron salvarse huyeron a la región más inhóspita del desierto donde habitan en la actualidad, otros más quedaron atrapados y unos cuantos jóvenes tomaron algunos camellos y fusiles de los años 20 para emprender la lucha armada.
Así, el 10 de mayo 1973, con la fundación del frente Polisario y la proclamación de la República Árabe Saharaui Democrática, inició uno de los conflictos bélicos, diplomáticos y de crisis humanitaria menos visibles de la historia, con el peregrinar de todo un pueblo para recuperar el territorio que les ha pertenecido durante milenios, en ese desierto que es cuna de la humanidad.
En ese rincón del Sahara lograron consolidarse como un Estado Nación con todos los componentes propios de la teoría política, salvo el territorio, del que fueron despojados. Han logrado el reconocimiento de prácticamente todos los países, cuentan con representación en el Congreso Panafricano que agrupa a los 53 estados de la Unión de Países Africanos, se han organizado en una República y cuentan con embajadas y representaciones diplomáticas en prácticamente todo el mundo.
El hoy ministro de Gobernación era aún joven cuando estalló la guerra, estudiaba entonces el tercer grado de medicina en Islas Canarias. El conflicto truncó sus estudios y lo convirtió súbitamente, sin estar completamente preparado, en lo más cercano a un médico en el campo de batalla.
Con una mirada profunda y melancólica relata que más allá de las muertes producto del intercambio de balas y misiles, le pesa en el alma aquellas vidas que no pudo salvar o cuya muerte precipitó a causa de la falta de suficientes conocimientos médicos, lo que lo llevó a realizar prescripciones médicas poco atinadas.
“Fueron tiempos difíciles en los que todos dejamos atrás algo: nuestra casa, nuestras vidas, nuestras familias y hoy nos encontramos refugiados esperando que la ONU realice una consulta al pueblo saharaui para que respondamos lo que es obvio, si queremos o no ser la nación libre e independiente por la que hemos luchado todas estas décadas”, señala con enojo y cierta frustración.
Cigarrillo en mano, cobijados del frío en una jaima cuya única particularidad es una televisión conectada a un satélite que le permite monitorear lo que ocurre fuera de los campos, el Ministro relata que tras el movimiento armado se refugiaron junto a sus familias en los campos, librando otra batalla, la diplomática, ante organismos internacionales, que ha resultado interminable y que les ha hecho perder la fe en la ONU por lo que se encuentran, quizá, en la inminente necesidad de resolver si deben volver al campo de batalla para continuar su lucha.
Los jóvenes pasan veranos enteros con familias europeas que los acogen y ya mayores suelen estudiar en las mejores universidades del mundo, pero siempre regresan a servir a su causa, por lo que no es raro ver licenciados, maestros o doctores sufriendo a lado de sus familias. ¿Por qué no huyen? – pregunté al ministro de gobernación. Es muy simple, el desierto es nuestro refugio y uno no huye de su refugio, es como abandonar la cueva, durante la lluvia, solo porque hay humedad.
En los campos saharauis pueden encontrarse hospitales, centros de atención a niños mutilados, campos donde yacen derribados aviones bombarderos, escuelas y bibliotecas, entre ellos destaca un Centro de Atención para Niños con Diversidad Cognitiva, donde un hombre al que llaman Castro, prepara para la vida, para enfrentar con dignidad y aplomo el reto de sobrevivir en los campos de refugiados, a niñas y niños con discapacidad.
Castro era un pastor de cabras que solo hablaba hasaní. Cuando inició la guerra se encontraba en estado de coma. Al recobrar la conciencia lo había perdido todo y se encontraba muy lejos de casa. De inmediato se incorporó a la guerra como asistente médico, entre el fragor de la batalla comenzó a aprender poco a poco español, árabe e inglés; posteriormente consiguió algunos libros de medicina y comenzó a aprender empíricamente hasta convertirse a fuerza de práctica en un reconocido galeno que ha sido considerado como una eminencia por los médicos de organizaciones humanitarias que visitan los campos.
Al volver al refugio de su pueblo, fundó ese centro de atención con el propósito de continuar con su misión de vida, contribuir a que niñas y niños accedan a sus derechos, se empoderen, aprendan el valor del trabajo y sean útiles a sus familias y a su patria. Una extraordinaria labor que se resume en un pequeño letrero que yace a la entrada principal de ese lugar: “en este sitio no crecen árboles ni plantas, pero florecen personas”.
Los saharauis son un pueblo amable, generoso, abierto al mundo; hablan hasaní, su lengua materna, con la misma fluidez que el árabe, el español, el inglés y algunas otras lenguas. Los más viejos rememoran con añoranza la tierra que los vio nacer y relatan con dolor que cuando recuperen su patria, llevarán consigo a sus muertos; los más jóvenes ansían tomar las armas y hacer la guerra; los niños no conocen más horizonte que aquél que termina donde el muro.
Son musulmanes, rezan cinco veces al día, de ser posible visitan la meca una vez en la vida, practican el ayuno durante el ramadán, ayudan a los más necesitados, conocen el Corán y respetan con profunda espiritualidad a las que llaman religiones del cielo como el judaísmo y el cristianismo. Las mujeres acceden con plena libertad a sus derechos y pese a que se auto-asumen como una nación patriarcal, las posiciones más elevadas de la administración pública son ocupadas indistintamente por ambos géneros. Siguen viviendo en jaimas, una especie de tiendas de campaña diseñadas para resistir los embates del desierto, ya que cuando las tormentas de arena o las escasas, pero intensas lluvias, arrasan con los modestos cuartos de lámina y adobe, la tela de las jaimas, que recuerda el útero femenino, los abraza y salva, para hacerlos perdurar en el tiempo.
El té es parte de su vida, se toma por la mañana y para recibir visitas, hay todo un ritual en torno a él. Deben ofrecerse cuando menos 3 tazas de las que afirman, la primera es amarga como la vida, la segunda dulce como el amor y la tercera suave como la muerte.
Pese a que desde 1991 la ONU ha dirigido un proceso de negociación que ha derivado en un estado de “no paz, no guerra” y tras haber ganado todas las instancias internacionales, en pleno siglo XXI, los saharauis se encuentran separados de su territorio por la que es la segunda muralla más larga del mundo, que ha sido llamada “el muro de la vergüenza” compuesta por más de 2 mil kilómetros, miles del minas explosivas y presencia militar marroquí, ahí donde las miradas del mundo no alcanzan a llegar. Se requiere el voto unánime del Consejo General de la Organización de las Naciones Unidas, algo que ha resultado obstaculizado gracias a la abstención de Francia. Es un pueblo que espera con paciencia y sabiduría porque, tal como aseguran los ancianos del lugar, las injusticias son como los espejismos, tarde o temprano se diluyen.